De Leñador a Médico
En una humilde choza del bosque, vivía un malgeniado leñador con su mujer, a quien hacía constantemente víctima de su mal humor, llegando a extremo de golpearla duramente.
La buena compañera soportaba todo con santa resignación, pensando que algún día cambiaría el mal genio de su esposo. Pero ya aburrida de este estado de cosas que no cambiaba, un día pensó ella:
– Tengo que vengarme de este indolente.
Y desde entonces, andaba buscando la ocasión para devolver a su marido los palos que cotidianamente le propinaba.
Sucedió, una vez, que en el palacio del rey hubo una gran conmoción. Había sucedido que la hija del monarca, una niñita traviesa y juguetona, de siete años, se tragó un aro de oro.
Todos los médicos de palacio fueron llamados para dar los primeros auxilios a la niña. Pero, por más intentos y esfuerzos que hicieron, no consiguieron extraerle el aro de la garganta.
Como la niña mostraba síntomas de asfixia, la desesperación del rey llegó al máximo y, viendo que sus médicos nada podían hacer para salvar a su querida hijita, mandó encarcelarlos. Y luego envío emisarios por todo su imperio para buscar un médico que supiera salvar a su pequeña.
Dos comisionados pasaron por la cabaña de nuestro leñador, y viendo a la mujer de éste sentada a la puerta, le contaron el encargo que les había confiado el rey.
– Yo os pude ayudar –díjoles la mujer, que había visto la oportunidad de vengarse de su cruel marido–. Soy la esposa de un sabio médico, que se ha retirado a estas soleadas con el fin de descansar. Por eso, para que nadie lo moleste, niega siempre su profesión; pero dándoles unos cuantos golpes, no tardará en declarar quién es. El solo podrá salvar a la princesita, pues es especialista en extraer cuerpos extraños de la garganta.
Cuando vino a la cabaña el leñador, los dos comisionados del rey le solicitaron que se sirviera acompañarlos a palacio para salvar a la princesita de morir asfixiada.
– ¡Yo no soy médico! -repuso, asombrado el leñador.
Entonces, los dos emisarios reales, siguiendo los buenos concejos de la esposa del que creían médico, comenzaron a darle de palos, hasta que el pobre hombre tuvo que confesar que era médico, con el fin de librarse de la soberana paliza.
Llegados todos al palacio real, fueron introducidos, sin demora, al aposento de la princesita. Una vez allí, el leñador volvió a protestar.
– Aquí hay un error: ¡Yo no soy médico!
Con lo que me consiguió más que otra, buena tunda, que lo hizo gritar:
– ¡Basta! ¡Yo sanaré a la niña!
Como no entendía nada de medicina, no se le ocurrió otra cosa que dar salto y cabriolas, pero con tanta gracia, que la princesita, riéndose a carcajadas, arrojó el aro de oro de la garganta.
– Sois un médico muy sabio -le dijo el rey-. Pero voy a someteros a una nueva prueba. Si salís triunfantes de ella, os llenaré de riquezas.
Entonces el rey mandó traer a todos los enfermos del palacio, y dijo al leñador:
– Cúralos y te daré un cofre lleno de oro. Pero sí fracasas, morirás ahorcado.
Al leñador se le ocurrió una buena idea, y dijo al soberano que lo dejara solo con los pacientes. Ya solo, dijo:
– Tengo un buen remedio que los sanará; pero necesito las cenizas de una persona que haya sido quemado viva… Uno de vosotros será sacrificado en bien de los demás…
Y a cada paciente les fue preguntando si quería sacrificarse. Pero ellos, muertos de miedo, salían gritando de la habitación:” ¡Y estoy curado!”.
El rey, viendo que todos habían sanado, entregó el oro, prometido. Y el leñador, superada su pobreza, no volvió a tener mal genio ni a pegar a su mujer.
Las Tres Plumas
Este era un rey que tenía tres hijos, siendo el pequeño muy bueno en modesto; en cambio, los dos mayores, eran vanidosos y presumidos. El menor era conocido con el sobre nombre de Simplón.
Cuando el rey vio acercarse la hora de su muerte, decidió dejar el trono al hijo que le trajera el más vistoso regalo. Para el efecto, arrojó tres plumas al aire y decidió que cada uno de los príncipes tomase la dirección de la pluma que le correspondía. Una pluma se dirigió hacia el Este, y el hermano mayor tomó esa dirección. Otra pluma fue hacia el Oeste, y el segundo hermano marchó hacia allí. Pero la tercera pluma cayó al suelo, y Simplón no tuvo más remedio que permanecer
en el lugar donde cayó su pluma.
en el lugar donde cayó su pluma.
Simplón quedó muy triste, pero, de pronto, vio una trampa en el suelo, donde había caído la pluma. Abrió la trampa y vio que debajo de ella había una escalerilla, por la cual descendió. Al final había una puerta y llamó.
Quedó asombrado al ver salía a abrirle una rana de enorme tamaño, rodeada de otras pequeñitas.
– ¿Qué es lo que deseas? –preguntó la rana al príncipe. Este contestó que estaba en pos del tapiz más hermoso y raro que hubiera, para llevárselo a su padre. La rana sacó de un baúl el tapiz más bello que uno imaginarse pueda, y se lo dio al príncipe. Éste agradeció mucho el obsequio y corrió a dárselo a su padre.
Cuando los otros hermanos presentaron al rey unos tapices de escaso valor, este les dijo:
– ¡Tuyo es el trono Simplón!
Los otros dos hermanos, descontentos, solicitaron otra prueba, a la cual accedió el monarca, y lanzando al aire nuevamente las tres plumas, la que correspondía a Simplón cayó al suelo, y el príncipe bajó en seguida por la trampa, y dijo a la rana:
– Mi padre quiere ahora la sortija más linda del mundo.
La rana sacó de un estuche la más primorosa sortija que podamos imaginarnos, y con ella corrió Simplón al palacio. Los otros hermanos llevaron a su padre las primeras sortijas que encontraron, las cuales no tenían gran valor. Así que el rey dijo:
– ¡Simplón: a ti te concedo mi reino!
Los dos envidiosos hermanos consiguieron, nuevamente, que el rey impusiera una nueva prueba, y éste pidió que le trajeran la mujer más bella del mundo.
Al arrojar las tres plumas al aire, volvió a suceder como las veces anteriores. Simplón bajó al subterráneo y pidió a la rana encantada lo que su padre le pedía esta vez.
– Aunque esto es más difícil de conceder -dijo la rana grande-, sin embargo, en gracia a tu modestia y buen corazón, te lo voy a otorgar. Coge esa zanahoria hueca y ata a ella seis ratoncitos blancos. Luego, coloca dentro de la zanahoria una de mis ranitas, y verás en seguida.
Simplón cumplió al pie de la letra las indicaciones en la rana encantada, y en cuanto hubo entrado la ranita pequeña en la zanahoria, ¡Oh maravilla?, se transformó en una bellísima joven; los ratones, en briosos caballos blancos y la zanahoria, en una magnífica carroza.
Desbordante de alegría, Simplón besó la mano de la graciosísima joven y, juntos en el elegante carruaje, se trasladaron a palacio. Poco después, pasaron los hermanos con dos robustas aldeanas. Apenas vio el rey a la bellísima joven que trajo su hijo menor, díjole:
– ¡Tú serás mi heredero! ¡Has ganado tres veces y te lo mereces!
Los tres hermanos no podían quedar en armonía, pues los dos mayores volvieron a reclamar del rey que se realizase una última y definitiva prueba. Propusieron que heredaría el trono, aquél que se casase con la mujer que fuese capaz de saltar a través de un aro que colgaba del techo del salón.
Estaban seguros que la joven que trajo Simplón no podría hacer la prueba, y sí en cambio, las campesinas que ellos trajeron. Comenzaron la prueba y las aldeanas fueron las primeras en saltar, pero las dos cayeron pesadamente al suelo, rompiéndose las piernas en el intento, sin lograr pasar por dentro del aro. En cambio, la delicada compañera de Simplón, salto con gracia y agilidad, ganando así el premio ofrecido por el rey, que consistía en ser la esposa del heredero del trono.
El Rey de la Montaña de Oro
Este era un acaudalado mercader, que tenía la esposa más buena y dos hijitos que eran unos angelitos.
Un aciago día, naufragaron sus dos barcos en los que iba toda su fortuna, y el mercader quedó arruinado. Lo único que le quedó fue una pequeña tierra de labranza.
Un día, en que se paseaba por la heredad, se le apareció un enano negro, que le dijo:
– Yo te devolveré tu fortuna, si prometes entregarme dentro de quince años, lo primero que toque hoy tu pierna, cuando regreses a tu casa.
El hombre pensó que lo primero que rosaría su
pierna sería su perro, que siempre salía jubiloso a recibirlo, contestó muy gustoso que aceptaba.
pierna sería su perro, que siempre salía jubiloso a recibirlo, contestó muy gustoso que aceptaba.
Pero al entrar en casa, fue su hijito menor quien le abrazó las piernas. El mercader se horrorizó de momento, pensando en el convenio que había hecho con el enano negro; pero pronto lo olvidó con el hallazgo de una fortuna, que halló dentro de un cofre abandonado en el sótano.
Los años iban pasando y. a medida que transcurrían, el mercader iba volviéndose triste y preocupado.
– ¿Por qué estas así, padre mío? –Le pregunto el hijo.
El padre le refirió entonces, la historia del enano. El muchacho lo consoló diciéndole que no se preocupara.
Y cuando llegó el día en que debía ser entregado al enanillo, se dirigió al campo acompañado de su padre. Allí se le presento el hombrecillo, que reclamó el cumplimiento del pacto.
– Engañaste a mi padre y no tienes derecho alguno sobre mí -dijo el muchacho.
– Sí que lo tengo –afirmó, disgustado el enano.
Se entabló una discusión, hasta que fue arreglada en el sentido de que el jovencito sería abandonado a la corriente de un río, dentro de un bote.
El padre regreso a su casa llorando desconsolado, pues pensó su hijo perecería. Pero por fortuna este, después de tanto navegar, arribó a una playa, frente a la cual se alzaba un majestuoso palacio. Cuando llegó a una espaciosa sala vio que una serpiente estaba enrollada en un cojín. El joven huyó creyendo que la serpiente podía morderlo.
– No huyas, muchacho –dijo ella–. Soy una princesa encantada, y si eres valiente, como pareces, podrás desencantarme. Sólo tienes que estar callado durante tres noches seguidas, en que doce hombres vendrán a hacerte hablar.
El joven soportó la prueba durante las tres noches, logrando que la serpiente se convirtiera en una bellísima mujer, dueña de cuantiosa fortuna. Se casaron y fueron felices.
Un día el rey de la Montaña de Oro, que así era conocido el hijo del mercader, quiso ver a sus padres.
– Convenido –le dijo su esposa–. Toma este anillo. Si le das una vuelta en el dedo, podrás trasladar a las personas que desees al sitio que te plazca. Pero no lo uses jamás conmigo ni con tu hijo.
El dio la vuelta al anillo y, en el acto estuvo en la casa paterna. Abrazó emocionado a sus padres, y a su a hermano pero como ellos no dieron crédito a su historia. Dio una vuelta al anillo y deseó que su mujer y su hijo se presentaran y estos aparecieron de inmediato.
La princesa fingió perdonar la desobediencia de su marido, pero un día que estaban sentados a la orilla de un río, él se quedó dormido. Ella le extrajo el anillo mágico y regresó a su palacio.
Cuando despertó el hijo del mercader, lloró a su esposa y a su hijo. Se puso a buscarlos y se hizo el firme propósito de no volver a desobedecer a su consorte. Apenas hecha esta promesa, en el acto se vio al lado de su esposa y de su hijito.
Como ella lo quería, perdonó su desobediencia y vivieron felices en los años venideros.
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